Destinos errados


     —¡Sarah!

     El grito de Harry se dejó oír por encima de la retrasmisión del partido de futbol que estaban viendo en la pantalla panorámica de 52".

—¿Quieres traer las jodidas cervezas?

Stan le lanzó una mirada fugaz a la joven mientras entraba apresurada en el salón portando una bandeja con dos botellines nuevos y un bol de patatas fritas, dejándolo todo con cuidado sobre la mesita baja colocada delante del enorme sillón. Harry ni se molestó en apartar los pies de encima para facilitarle el trabajo.

—¿Dónde cojones estás metida? —le preguntó. Su tono imperativo daba muestras de lo cabreado que estaba, en parte porque el equipo del que ambos eran seguidores iba perdiendo a falta de pocos minutos para que dieran el final—. Sienta tu culo en el sillón, como anfitriona das pena —continuó, dándole un trago a la cerveza recién salida de la nevera.

Stan se dedicó a observar a la chica, el partido hacía rato que había dejado de interesarle. Hacía meses, o quizás un año, que no pasaba por casa de su amigo, aunque se veían cada día en el trabajo. Había dejado de ir por la situación incómoda en la que se encontraba, pero Harry había insistido en ver juntos ese partido. ¡Era la final, joder!, tal y como le había reiterado varias veces a lo largo del día. Acabó cediendo.

Lo que menos esperaba era encontrarse el cambio efectuado en ella. Estaba apagada, no era la chica que él había conocido una tarde de domingo esperando en la cola del multicines. Ambos habían acudido solos a ver la típica película que no gustaba a nadie por su argumento existencial y que ellos no habían querido perderse.

Desde que la vio en la cola, Stan no pudo apartar la mirada de ella. Una sonrisa adornaba sus labios continuamente, como si fuera feliz simplemente por estar allí a pesar del frío que hacía. Una bufanda protegía su cuello y un gorrito de lana a juego cubría su cabeza, dejando que su larga melena negra cayera suelta por su espalda, tentándolo a acariciarla y comprobar si era tan suave como parecía.

Cuando los dejaron pasar, la siguió con la mirada mientras ella buscaba su sala y una plácida sensación se adueñó de él cuando comprobó que iban a la misma. A esa hora de la tarde la tenían prácticamente para ellos solos y advirtió con decepción como acabarían sentados con varias filas de asientos de por medio. La vio acomodarse casi a mitad, ni muy arriba ni muy abajo, y él continuó hasta sobrepasarla, únicamente para poder seguir observándola sin que se diera cuenta. Y también porque no se atrevía a sentarse directamente a su lado por culpa de su inseguridad con las chicas. Cuando las luces se apagaron, no resistió el impulso por más tiempo, estaba nervioso, pero dejó a un lado su timidez y bajó las escalerillas hasta llegar a su fila. Con las piernas temblando se sentó a su lado y se armó de valor para hablarle, deseando en su fuero interno que no le mandara a la mierda por importunarla.

—Sé que tengo toda la sala para sentarme donde quiera sin necesidad de molestarte, pero ¿te importa que me siente a tu lado?

Ella lo miró con esos enormes ojos verdes que lo observaban todo con expectación, y que lo hacía desear que lo mirara a él de esa misma forma el resto de su vida. Echó un vistazo alrededor, como si no se hubiera dado cuenta que estaban prácticamente solos en la sala, el desconcierto y la sorpresa dieron paso a una a risa fresca y contagiosa que provocó que le latiera el corazón a mil por hora.

—Hola, soy Sarah —se presentó cuando dejó de reír, tendiéndole la mano.

—Stan —fue lo único que pudo contestar con una sonrisa boba en sus labios.

Vieron la película y la comentaron como si fueran viejos amigos, era imposible no sentirse a gusto con ella, le transmitía cierta paz y tranquilidad, también confianza y esperanza. Todas emociones que ya daba por perdidas. Cuando acabó la sesión, salieron juntos del cine y él la invitó a tomar un café, temiendo el momento de la inevitable separación. Estaba disfrutando como no disfrutaba desde hacía mucho tiempo, desde que su ex lo había dejado por un compañero con un coche más grande, un sueldo más grande y una casa más grande, después de tres años de relación y un proyecto de futuro juntos, dejándole una sensación de fracaso de la que no conseguía desprenderse y una atípica inseguridad que aun arrastraba a pesar de haber pasado ya un año.

La tarde se les pasó volando. En su compañía, a Stan le era difícil no disfrutar de cada minuto como ella misma hacía; saboreándolos como si fuera el último de su existencia. Y otra vez se armó de valor para pedirle su número de teléfono. Regresó a su casa con una seguridad renovada, mirando como un tonto los números y memorizándolos, porque sentía que por fin había encontrado a la chica de su vida.

Hasta que Harry entró en escena.

Quería presentarle a su mejor amigo esa chica perfecta que Dios había puesto en su camino. Ellos se conocían desde hacía años, habían estudiado juntos, y también habían compartido muchos secretos. Confió en él, como tantas otras veces…

Pero cuando Sarah vio a Harry, con su imponente altura, su pelo rubio bien peinado, y su cuerpo de culturista, solo tuvo ojos para él. Se dejó seducir por su belleza nórdica. Stan era todo lo contrario; tenía el pelo oscuro y le caía despeinado por debajo de las orejas, no era bajo, pero tampoco alcanzaba la altura de su amigo, y su cuerpo, aunque estaba musculado, ni de lejos tenía la corpulencia de las horas de gimnasio que Harry le dedicaba. Y así fue como Sarah, la chica de su vida, dejó de serlo para convertirse en la chica de su amigo.

Hacía dos años de eso, y a lo largo de ese tiempo había perdido la luz que iluminaba su rostro, el brillo de sus ojos, la alegría de vivir. Había sido un proceso del que no se había dado cuenta hasta esa misma noche, viéndola ir en silencio de un lado a otro. No era la chica que el recordaba, que hablaba y hablaba haciéndolo sonreír como un idiota simplemente por el disfrute de estar a su lado. Parecía una flor marchita que no había sido regada ni abonada durante mucho tiempo.

Su mirada esmeralda estaba apagada, sin chispa, en cambio, la gris de su amigo era de una frialdad que helaba el corazón más cálido cuando la posaba sobre ella. No podía dejar de pensar en cómo habían cambiado las cosas entre ellos, y sobre todo en el porqué. ¿Qué había podido llevarlos a ese deterioro en la relación?

Sarah se sentó en el otro sillón, en silencio, y miró el partido, pero Stan estaba seguro que aunque tuviera la vista clavada en la pantalla, no estaba viendo nada. Harry, a su lado, increpaba al árbitro por no haber pitado un penalti, presenciando como los minutos pasaban y el partido acababa.

—Maldita sea, puto árbitro —exclamó cuando por fin sonó el silbato, se puso en pie y se acabó la cerveza—. ¿Quieres otra? —le preguntó, dirigiéndose a él—. Sarah… —la instó, sin esperar su respuesta.

—No, déjalo, me voy a casa —le contestó Stan, cada vez más incómodo con la situación.

—Que dices, tío, te quedas a cenar, Sarah seguro que nos prepara algo… ¿Verdad, querida? —añadió con sarcasmo.

Stan miró a la joven, que se levantó y se dirigió a la cocina. El dolor sacudió su interior, se le formó un nudo en la garganta que no consiguió tragar, la bilis se le revolvió en el estómago dejando un regusto amargo. No quería seguir siendo testigo de ese trato humillante, pero a la vez no podía marcharse de allí. Algo le impedía salir por la puerta y dejarlos con sus problemas. No era de su incumbencia y tampoco recordaba que las cosas fueran así la última vez que estuvo en la casa. En aquella ocasión había sido completamente diferente, habían reído y conversado, ella parecía ausente en algunos momentos y sonreía levemente, pero nada lo llevó a pensar que las cosas estuvieran tan mal.

Podía ser que sólo fuera un mal día para ambos… 

—Bueno, pero pedimos unas pizza —contestó al final, cediendo más por ella que por él. Sentía por alguna extraña razón que debía quedarse allí.

—Vale, pizza y cerveza, me sirve. ¡Sarah! —volvió a gritar Harry, dejándose caer en el sillón—, se acabaron las bebidas…

Stan se encargó de llamar a una pizzería a domicilio mientras Sarah dejaba nuevas cervezas sobre la mesita y retiraba las botellas vacías. La siguió con la mirada hasta que desapareció por la puerta y cuando colgó, se sentó junto a Harry, que cambiaba de canal buscando una película de acción, el tipo de peli que le gustaban. Tiros, persecuciones, sangre… Nada demasiado complicado.

No entendía a su amigo, y tampoco le gustaba lo que veía. Tenía en casa a la mujer más maravillosa que conocía, ¿no era capaz de ver lo hermosa que era? Para Stan, Sarah era perfecta, y seguía siéndolo a pesar de su aspecto irreconocible. El recuerdo de la joven que fue no se apartaba de su mente, haciendo que la rabia bullera en su interior. Y ella, ¿por qué lo aguantaba?, se preguntó. Abrió la boca para decirle algo a su amigo, después la cerró. ¿Quién era él para meterse en los problemas de pareja? ¿Qué sabía él de las relaciones cuando llevaba años viviendo solo, sin rehacer su vida y anclado todavía en un sueño prohibido?

Sarah volvió y ocupó de nuevo su lugar en el otro sillón. Abrió una Coca-Cola y se la bebió a pequeños sorbos. Un tenso silencio se apoderó del salón, roto sólo por el parloteo de Harry y los tiros de la peli. El timbre de la puerta sonó pasado un rato y Stan suspiró aliviado. Salvados por la campana. Sarah se puso en pie para abrirla, sin embargo él se adelantó y le hizo un gesto para que siguiera sentada, pero la joven se levantó y se metió en la cocina. Stan pagó al chico de las pizzas y fue tras ella, la encontró sacando unos platos de un mueble y dejándolos sobre la encimera.

—Sarah… —la llamó, dejando las cajas sobre la mesa. Ella abrió una, ignorándolo, y colocó la pizza sobre un plato grande. Stan sabía que evitaba su mirada, lo evitaba a él—. Sarah —lo intentó de nuevo.

—¿Vienen esas pizzas? Se van a enfriar, joder —se escuchó a Harry desde el salón.

Sarah se dio prisa, colocó otra pizza sobre uno de los platos y le tendió los dos.

—Toma, llévalas tú —le pidió, mirándolo a los ojos durante unos breves segundos.

Stan pudo ver la vergüenza reflejada en ellos, y también resignación, aunque intentó esconderlo todo bajo una leve sonrisa alzando la comisura de sus labios. Esos labios carnosos y tentadores que una vez se imaginó besando cada día.

Tomó los platos y se dirigió al salón.

La cena fue todavía peor. El ambiente estaba tan tenso que podía sentirlo cargado sobre sus hombros. Sarah apenas comió una porción, con la mirada perdida en algún punto de la mesita baja. El único que parecía estar disfrutando de la velada viendo Transporter era Harry, y él… Él no podía apartar los ojos de ella. Era como un imán que lo arrastraba irremediablemente una y otra vez hacia la joven, preocupado por su apariencia.

Había dejado de ir a casa de Harry porque no podía quitársela de la cabeza aun habiendo pasado dos años. No era nada ético sentir lo que sentía por la novia de su amigo, era desleal, y también dañino para sí mismo. Pero no podía evitarlo, se resistía a abandonarlo. Era como una droga sabrosa, corriendo soberbia por sus venas, envenenado dulcemente su sangre, filtrándose en su cuerpo con poderosa magnitud. Pensaba que era idiota por albergar esperanzas en algo que no tenía futuro, en algo que le estaba negado.

Sí, lo era, un idiota enamorado con el corazón entregado a la mujer de su amigo.

Harry parecía haber recuperado el humor de siempre durante la cena, salvo cuando se dirigía a ella, que lo hacía única y exclusivamente para pedirle algo. Ningún gesto amable, ninguna palabra cariñosa. ¿Dónde había quedado el amor que decía que sentía por ella cuando le dijo que estaban saliendo?

El teléfono móvil de Harry comenzó a sonar con su melodía irritante, sobresaltándolos con el sonido alto de la sirena de un coche patrulla. Lo cogió de sobre la mesa soltando una carcajada y contestó, al cabo de un segundo se puso en pie y salió del salón, dejándolos a los dos bajo el palio del hastiado silencio. Sarah no alzó la mirada de la pizza, como si fuera lo más interesante que había en su vida, y él se permitió contemplarla con un mal sabor de boca, hasta que Harry volvió colocándose una chaqueta sobre sus hombros anchos.

—Tengo que salir —anunció—, un cliente de última hora —explicó, guiñándole un ojo y luciendo una amplia sonrisa—. No dejes que coma demasiada pizza, se le está poniendo un culo tan gordo como el de su madre…

Y se fue, sin más.

¿Un cliente, a esa hora de la noche de un sábado? Imposible, pensó Stan.

Cómo jefe suyo que era, conocía perfectamente los horarios, y sabía que la rápida salida de su amigo no estaba provocada por ningún cliente. Parecía más bien que había vuelto a las andadas, aunque ahora no contara con él. Evidentemente, el motivo estaba claro. Sarah. Stan la miró, esperando alguna reacción por su parte, pero parecía cansada, quizás ella también lo supiera, o tal vez ya no le importara. La envolvía un halo de tristeza tan denso que era imposible traspasarlo para llegar a sus sentimientos.

—Sarah —la llamó. Ella se limitó a ponerse en pie y juntar los platos vacíos.

—¿Vas a seguir comiendo? —preguntó cuándo Stan la asió por la muñeca, intentando captar su atención.

—No…

—Entonces voy a recoger. 

—¿Por qué lo permites? —Se levantó del sillón, exasperado por su pasividad.

—¿Permitir qué? —inquirió ella, dándole la espalda.

—Que te trate así…

—No es asunto tuyo —le contestó.

—Le quieres —murmuró, abatido. A pesar del trato que le daba, lo seguía queriendo. Era la única explicación que encontraba para que siguiera consintiéndolo. Ella no contestó e intentó ir a la cocina, huyendo de las inevitables preguntas, pero Stan la detuvo abrazándola por la cintura—. Sarah… —hizo una pausa y escondió la cara entre su cabello oscuro. Adoraba el sonido de su nombre y solía pronunciarlo en la soledad de su casa, haciéndolo sentir más cerca de ella—. Sarah —repitió en un susurro contra su cuello, aspirando su dulce fragancia. Ella soltó un largo suspiro, permitiendo que la abrazara, apoyando su espalda contra el duro pecho masculino, necesitando el contacto humano que él le daba.

—Te he echado de menos, Stan… —admitió al final.

—Lo siento —se disculpó, pegándola más él, intentando abrigarla con su cuerpo.

—¿Por qué has dejado de venir? —le preguntó en voz baja. Aunque lo que pugnaba por salir de su boca era «¿por qué te olvidaste de mí?», pero podría sonar demasiado a reproche y reprimió el pensamiento.

—Por ti —se sinceró él, tras una breve pausa y sin detenerse siquiera a pensarlo.

No podía callar más. No podía seguir negando lo que sentía, no después de lo que había visto esa noche. De cómo eran las cosas entre ellos. La giró entre sus brazos hasta tenerla de frente y vio las lágrimas que asomaban a sus ojos. Sarah apartó la mirada, luchando por no derramarlas, y él la asió por la barbilla con suavidad.

—No llores, por favor.

Se tragó el nudo que tenía en la garganta y sólo pudo quedarse perdido en el fondo oscuro de su mirada. Ella se la mantuvo, y durante unos segundos alcanzó ver el brillo de antaño, o quizás sólo lo imaginó porque era lo que deseaba. Que volviera a ser la joven alegre que él conoció… pero lamentablemente parecía que ya no existía.

En un acto irreflexivo y arrollador, bajó la cabeza y posó sus labios suavemente sobre los de ella. La ansiaba, la necesitaba, la deseaba… la amaba. Había pasado dos largos años suspirando por ella, anhelando su boca, soñando con despertar al lado de su cuerpo desnudo, con dormir abrazados después de hacer el amor durante horas, para acabar yaciendo cansados después de haberse dado todo el uno al otro.

Ya no podía reprimirlo durante más tiempo. La tenía entre sus brazos y sólo podía pensar en borrar ese rastro de tristeza de su rostro, en abrazarla y darle el calor que le faltaba. El deseo contenido se abrió paso entre las capas y capas de reparos con que lo había bloqueado, emergiendo finalmente a la superficie.

Al principio, Sarah se resistió e intentó apartarse, pero él no se lo permitió. Rozó su boca con delicadeza, controlando la urgencia de tomarla. Lamió sus labios con suavidad, deleitándose con su sabor, los mordisqueó y los acarició de nuevo, hasta que ella cedió y le permitió entrar, dejando que sus lenguas se encontraran y danzaran, buscándose con desesperación.

Un cúmulo de sensaciones estalló en su interior, envolviéndolo con una placentera calidez. Sarah se aferró a su cuello como si fuera una balsa en mitad del océano. Enterró los dedos entre su pelo, acariciando sus mechones largos y le asió la cabeza, pegándolo más a su boca, como si temiera que fuera a separarse de sus labios en cualquier momento. El beso se tornó más urgente conforme pasaban los minutos, arrastrándolos hacia una vorágine de deseo liberado. Un gemido ahogado escapó de ella, metió las manos bajo su jersey y acarició su espalda ancha. Cuando Stan sintió la caricia de sus delicados dedos sobre la piel, dejando un rastro de calor abrasador a su paso, su entrepierna reaccionó golpeando contra su pantalón vaquero, gloriosa en toda su dureza.

La arrastró con su propio cuerpo hasta apoyarla contra la pared, olvidándose de todos y de todo. El mundo había dejado de existir a su alrededor. Solo eran ella y él. Dos almas con un único anhelo, el de la pasión que los estaba consumiendo por dentro.

Stan abandonó la deliciosa boca femenina, que se quejó en protesta, y descendió por la línea de su mandíbula, dejando un reguero húmedo y ardiente a lo largo de la exquisita curva de su cuello. Sentía que iba a explotar allí mismo, que no sería capaz de controlarse para dedicarle la atención que ella merecía, sus manos ansiaban devorarla.

La necesitaba con dolorosa urgencia.

Le abrió lentamente los botones de la blusa blanca sin despegar sus labios ni un segundo, acariciando cada centímetro de la suave piel que iba dejando al descubierto. Sus manos, con vida propia, rozaron con delicadeza su estrecha cintura, delineando con las yemas de los dedos su esbelta figura. Desabrochó el botón de sus pantalones vaqueros cuando llegó a la cinturilla y bajó despacio la cremallera.

Ese maldito pantalón lo había martirizado durante toda la tarde, ajustado a su cuerpo como una segunda piel y marcando descaradamente su trasero redondeado. Sus manos lo acariciaron, amoldándolo y amasándolo con suavidad. Aferró sus caderas y la pegó a él como si deseara fundirse con ella, rozando deliberadamente su entrepierna y provocando en ambos una tortura abrasadora. Traspasó la barrera de sus braguitas de encaje y acarició su vientre plano, arrancándole un suspiro ahogado.

¿Y Harry decía que estaba engordando? Imbécil. Era deliciosa.

Ascendió lentamente siguiendo la línea de su estómago hasta encontrar el montículo de sus pechos, acogiendo uno en su mano y acariciándolo con extrema delicadeza. Sarah se arqueó contra su cuerpo, dejado escapar un jadeo entrecortado, cargado de una súplica silenciosa.

Sonrió radiante, sabiéndose culpable de sus gemidos, y se apartó de ella para admirarla, solo unos instantes para grabarse a fuego en su mente cada una de las curvas que formaban su figura. Pero lo que vio le estremeció de arriba abajo, una desconocida frialdad recorrió todo su cuerpo, tensándolo hasta límites insospechados. No dudó ni un instante en levantarle la manga larga de la blusa, comprobando sus muñecas. Las mismas marcas oscuras de dedos que las decoraban también adornaban sus costillas.

Sarah se apartó de él y se cerró la blusa con las manos, le dio la espalda entre violenta y avergonzada. Stan se quedó inmóvil, la ira lo había dejado paralizado bajo la conciencia plena de un antiguo recuerdo enterrado. Apretó los puños a cada lado para reprimir la necesidad de golpear la pared mientras la vena de su sien latía con fuerza. Creía que Harry había abandonado esas prácticas, pensaba que hacía mucho que había dejado a un lado esos gustos extraños. Le juró que aquella vez había sido la última… Cabrón mentiroso.

—¿Lo disfrutas? —le preguntó, cabreado, tomándose una pausa para pensar sin querer hacer conjeturas precipitadas antes de tiempo. Quizás se había equivocado con ella y después de todo hasta le gustaba, por eso seguía con él—. Sarah, mírame y contéstame, ¿lo disfrutas? —le volvió a preguntar ante su falta de respuesta.

Ella se echó a llorar en silencio.

De pronto fue consciente de que llevaba mucho tiempo llorando, y se sintió despreciable. ¿Cómo se le había podido ocurrir que a ella podía gustarle ese juego depravado? Era un alma pura, transparente, que resplandecía por sí sola, su risa sedosa era una suave melodía para sus oídos, y el brillo de sus ojos aportaba una luz que calentaba hasta el corazón más frío. Al parecer, con Harry no había funcionado, al contrario, había conseguido apagar esa luz especial que desprendía y contagiaba a quien tuviera a su lado.

Stan se acercó por detrás y la abrazó. Toda la pasión de hacía un momento dio paso a todo el amor que sentía por ella, que se había mantenido intacto a pesar de los años pasados.

—Recoge tus cosas… —le dijo al oído.

Sarah se soltó de su abrazo, dio unos pasos y se giró. Stan se acercó y le secó las lágrimas con los pulgares, acariciando sus mejillas y retirándole los mechones sueltos de la cara.

—No puedo —contestó ella, en voz baja, asustada.

—Sí puedes —insistió él.

—Pero Harry…

—De él me encargo yo —hizo una pausa y besó sus labios suavemente, después susurró sin despegarse de ella—, haz una maleta con lo que necesites llevarte.

Ella negó con la cabeza, mirándolo fijamente a los ojos.

Stan tenía unos ojos tan azules como el cielo a mediodía. Siempre había pensado que eran unos ojos cálidos y preciosos, en los que le gustaba verse reflejada. Lo consideraba un hombre interesante, con una belleza sutil sin llegar a ser arrebatadora, pero sí muy cautivadora. Su corte de pelo desenfadado sólo añadía más atractivo a su rostro, de rasgos finos, remarcando una personalidad amable y educada, atenta y sincera. Era la mejor persona que había conocido en su vida, y quien mejor la había tratado.

No sabía por qué empezó a salir con Harry, ni por qué se fue a vivir con él a los tres meses, pero sí sabía que había dejado de amarlo hacía mucho tiempo. Sólo el miedo la ataba a él.

Una noche, después de una de sus primeras sesiones de sexo, de las que a Harry le gustaba y que ella desconocía hasta entonces, le juró que si lo abandonaba iría a buscarla a donde fuera, fueran cuales fueran las consecuencias. No entendía por qué la quería a su lado si era evidente que no la amaba. O quizás sí, a su manera.

A Harry le gustaba exhibirla, como si fuera un valioso trofeo. Pocas veces acudía con ella a fiestas, pero cuando lo hacía, se pavoneaba ante los demás, asiéndola de la mano y sin permitirle alejarse de su lado. Y era tan celoso que se cabreaba si alguien le hablaba, tan solo permitía la compañía de Stan. Posiblemente porque no lo veía como a un rival. Cuando ella eligió, lo eligió a él, dejando a Stan fuera del juego. Lo que le hacía sentirse orgulloso de sí mismo y de sus muchas cualidades, reforzando su ego y su alta autoestima.

Al principio solía decirle lo hermosa que era, admiraba su figura curvilínea, situándola a la altura de las modelos de las revistas de moda. Adoraba acariciar su cabello largo, comparando a menudo con un sedoso manto oscuro, y sus ojos, con esa especial tonalidad verdosa, decía que lo hacía sumergirse en el mar de esas islas caribeñas que tanto le gustaban.

Palabras, toda ese arte de seducción había quedado sólo en meras palabras. Todo había sido una gran mentira porque desde el momento en que la vio, decidió que sería suya y él ganaría la partida.

Harry era un seductor, se sabía atractivo, atraía a las mujeres como la miel a las abejas, y adoraba sentirse deseado. Y ella se había sentido halagada por toda esas palabras, por toda esa sarta de mentiras. Teniendo a tantas donde elegir, la había elegido a ella. Cuando comenzaron todo era precioso, se divertían, se querían, y lo pasaban bien en la cama, pero su felicidad fue efímera, sólo duró unos meses, hasta que Harry se sintió con la confianza suficiente para hacerla partícipe de sus juegos. No obstante, antes se aseguró de tenerla bien atada a él.

—Sarah, vamos. —Stan agarró sus manos y las llevó a sus labios, depositando un cálido beso en ellas—. No voy a dejar que sigas viviendo aquí, no ahora.

—¿Por qué? —preguntó ella, con la angustia reflejada en la voz—. ¿Por qué te vas a complicar la vida por mí, por qué ahora?

—Porque te amo, Sarah, porque no he dejado de amarte en estos dos años, porque he vivido pensando en ti cada día y soñando contigo cada noche, deseando que las cosas hubieran sido diferente entre nosotros, maldiciendo el día que te presenté a Harry porque él te alejó de mí. —Lo soltó todo del tirón, desahogando su alma, no podía seguir callando más, la necesitaba con él cómo necesitaba el aire para seguir viviendo.

Sarah permaneció en silencio, asimilando sus palabras. Su mente gritaba con fuerza «¡no le mereces!». Y ella sabía que era cierto, que no merecía ese amor incondicional y verdadero que Stan le ofrecía, que había perdurado aun cuando lo había relegado a un lado, siendo pisoteado por el tiempo. Supo a través de su mirada que le había hecho daño, y comprendió el porqué de su prolongada ausencia. La culpa había sido sólo suya.

Para Harry había sido una más en su lista, quizás una especial, pero para Stan era la única. Fue una estúpida por dejarse embaucar por un físico espectacular, prefiriendo el magnetismo sensual que Harry ejercía sobre ella en vez de permitirse seguir conociendo al hombre que primero había sido amigo y después confidente.

—¿Sabes? —dijo pasados unos segundos—. Tú me gustabas, me gustabas mucho, me hacías reír, me hacías disfrutar de cada uno de nuestros encuentros, eran especiales, pero fui una idiota —asumió—. Me dejé engatusar por Harry, él me hacía sentir deseada, y tú…

—Yo sólo te hacía sonreír —concluyó él con tristeza—. ¿Le amas? —volvió a preguntarle, temiendo su respuesta, pero necesitaba oírlo decir de su boca.

—No —contestó contundente, y después añadió—: te amo a ti.

La verdad la había golpeado con descarnada dureza, desvelando sus verdaderos sentimientos. Un cosquilleo había recorrido su cuerpo cuando lo vio entrar a la casa hacía unas horas, manifestando el deseo oculto de volver a estar a su lado. Lo había mantenido bloqueado todo ese tiempo para no tener que reconocer que se había equivocado. Se había dado cuenta de ello en el mismo instante en que Stan dejó de ir por casa, desde el momento en que dejó de verlo. Había sentido un vacío en su vida que ni el sexo con Harry, por muy bueno que fuera cuando dejaba a un lado sus juegos, había conseguido llenar. Pero no se había permitido pensar en ello, resultaba demasiado doloroso asumir que había cometido el peor error de su vida, y que lo estaba pagando, en cambio,  prefirió seguir engañándose, recordándose lo mucho que quería a su novio, y negando cualquier otro sentimiento que no fuera ese.

Cuando Stan dejó de ir, se sintió más sola que nunca, sin tener a nadie con quien poder contar. Poco a poco, Harry había conseguido que dejara de ver a las pocas amigas que tenía. Al principio era un chico maravilloso, sus amigas se lo decían, pero al poco tiempo dejaron de llamarla. Harry decía que eran unas arpías y unas zorras, que le ponían ojitos cuando ella les daba la espalda. Tal vez vieron algo en él que ella no veía y tampoco quería creer. También logró que mantuviera un contacto mínimo con su familia porque eran mala influencia para la relación y siempre acababan discutiendo por culpa de ellos, sólo porque sus padres le hacían ver lo poco que Harry le convenía. Y hasta consiguió que la despidieran del trabajo metiéndola en un lío cuando se enteró que tenía que viajar a Londres a cerrar un trato con un compañero, arrastrando con ello al chico en su mentira orquestada.

Ahora sí se daba cuenta que todos a su alrededor habían intentado avisarla del micromundo que Harry quería crear en torno a ellos, apartándola del resto para poder sentirse el macho dominante y manejarla a su antojo.

Ambos se quedaron en silencio, ella pensando en el error que había cometido, plenamente consciente ahora, y él intentando convencerse que lo que había oído era real y no producto de su imaginación.

Cuando el «te amo a ti» traspasó su mente, Stan creyó que iba a morir de felicidad. Se acercó a ella y la tomó en sus brazos, acarició su melena como tanto había ansiado hacer y atrapó su boca con una nueva pasión, nacida desde el amor. Se separó de ella al cabo de unos segundos, antes de perder de nuevo el control y continuar con lo que habían comenzado hacía un rato. Aquel no era el lugar, no en una casa llena de malos recuerdos para ella. Pero cuando llegaran a la suya… allí la iba a recompensar por el abandono al que la había sometido, iba a borrarle los malos recuerdos a base de besos y caricias, y le iba a hacer el amor hasta que llegara el amanecer, asegurándose de que quedara exhausta entre sus brazos y dormida junto a su cuerpo.

—Prepara una bolsa con cosas para un par de días —la instó.

—¿Y Harry? ¿Crees que me dejará marchar así? No conoces lo…

—Sé de él todo lo que tengo que saber, no te preocupes, de Harry me encargo yo —le sonrió, tranquilizándola.

Sin embargo sabía que ninguno de los dos estaría tranquilo hasta que no salieran de allí. Harry podría volver en cualquier momento, y no quería encontrárselo todavía, sabía cuál sería su reacción si se le ponía delante en ese instante, aunque si estaba en lo cierto, no aparecería por allí en unas horas.

Mientras Sarah se perdía por el pasillo camino de su habitación, Stan se entretuvo en escribirle una nota a su amigo. Una nota larga y lo suficientemente clara para que no le quedaran dudas ni ganas de ir a buscarla, después se la dejó junto al mando de la tele, seguro de que allí la encontraría.

Sarah apareció unos minutos más tarde, tan solo llevaba una pequeña bolsa de viaje, y una mirada preocupada. Stan le agarró la mano y se dirigieron hacia la puerta, ella echó un último vistazo por encima de su hombro, con la tristeza dibujada en su rostro. Stan le apretó la mano, reconfortándola.

—Todo lo que tengo se queda aquí, no me queda nada más que lo que llevo en esta bolsa —susurró con pesar.

—Volveremos a por tus cosas, te lo aseguro —le prometió. Ella asintió, deseando creerlo. Stan cerró la puerta y dejó dentro todo el dolor y la resignación que encontró cuando llegó.

Días más tarde volvieron, tal y como le había prometido, para empaquetar sus cosas; libros, ropa, algunos recuerdos de su vida anterior, pero nada de su vida con Harry… Por extraño que pareciera, éste no puso ningún impedimento, ni fue a buscarla como la había amenazado, ni siquiera intentó cruzarse con Stan.

Sarah no sabía el contenido de la carta, y Stan tampoco se lo quería revelar, quitándole importancia con una sonrisa. Pero estaba segura que debía ser algo que conocía de su pasado, algo a lo que Harry tenía tanto miedo como para olvidarse de ella y dejarla marchar sin pelear. Aunque también podía ser que hubiera mentido sobre su amenaza para que ella no le abandonara. Su inmenso ego no habría soportado que ella lo dejara. Ahora ya le daba igual.

Stan pidió que cambiaran a Harry de departamento, como su superior, pidió que lo trasladaran a otra filial, y así no verse obligado a encontrárselo de nuevo. Su amistad acabó aquella misma noche. No sabía si sería capaz de contenerse si volvía a tener delante al hombre que tanto daño le había hecho a la mujer que amaba. Mujer que ahora dormía y se despertaba desnuda en su cama, que había vuelto a lucir el brillo en su mirada, y había vuelto a sonreír, con esa risa contagiosa que le llenaba el corazón de felicidad.

 





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