La cruda realidad


 Gracias, señorita Murray.

    Sólo la voz de mi jefe pude hacerme sonreír y enrojecer a la vez. Ese tono, tan sugerente y sensual consigue que parezca haber tomado mariposas en el desayuno.

     Etham Carmichael, mi jefe, es un joven empresario de éxito, con un exquisito gusto por el lujo y rodeado siempre de una corte de bellezas a la caza de un marido guapo y rico.

     Evidentemente, para él soy sólo su secretaria; la chica insulsa que le prepara el café como le gusta, atiende sus llamadas, lleva su agenda y le soluciona algún que otro problema de índole personal con el sexo femenino. Pero no puedo evitar suspirar cada vez que le veo aparecer por la oficina, envuelto en ese aroma tan embriagador de su loción de afeitado compuesta por algún tipo de especias picantes.

     El mismo mechón de cabello oscuro, húmedo todavía tras la ducha matutina, le cae rebelde cada día sobre la frente, y cuando pasa por delante de mi mesa, quedo envuelta por el rastro de su especiada fragancia masculina, que tan bien conozco después de dos años de trabajar para él. Camina hacia su despacho con paso decidido, ejerciendo un perfecto control de cada uno de sus músculos. Me saluda con una afectuosa inclinación de cabeza, y dependiendo de su estado de humor, me concede una de sus maravillosas sonrisas que le marca un hoyuelo a la derecha de su boca. Lo que me lleva a fijarme en sus labios, que parecen cincelados en un rostro de rasgos marcados; mandíbula cuadrada, mentón firme, nariz recta… 



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